Camino de cumplir los 50 años, toca preguntarse si hay que querer a la Constitución. En realidad, por cada curso, por cada aniversario, se enfoca el juicio de valor que corresponda sin que nos demos cuenta que este va modulándose en función de la evolución personal del que escribe o enjuicia. La Constitución madura y nosotros con ella. Bueno, los hay que cumplen y nunca maduran. Ahora que 1975 se antoja un momento categórico con el que comienza en 2025 el repaso de lo que fuimos y somos, querer a la Constitución parece un deber sensato; incluso por aquellos que tanto la critican o piensan, con mayor o menor razón fundada, que procede superarla.
Cuando asumes la complejidad de la política, cuando interiorizas que las decisiones de las élites afectan (para bien o para mal) a las personas, a su cotidianeidad, te percatas que en la vida es preferible ceder. Y que ceder también implica ganar. Ceder no es una derrota. Ya sé que la política hoy se sirve como un combate irrefrenable en el que procede engrandecer el discurso, cueste lo que cueste. Y que hay temas esenciales en los que, unos y otros, no pueden ceder. Mas cuando la política se torna en un tablero de categorías máximas totales, deviene antes o después el colapso mental y, por ende, político.
Vivimos una crisis sistémica desde hace una década mal contada. Sucede que para querer a la Constitución hacía falta un bipartidismo dinástico y sistémico en perfecto (o casi) estado de revista. No obstante, ese bipartidismo ha menguado, renquea y no descansa en las mayorías sociales reconocibles propias del capitalismo industrial (burguesía y proletariado, más o menos) que imperaba cuando se redactó la Constitución.
La memoria histórica es fundamental: para resarcir, para reconocer, para anular consejos de guerra y sentencias que nunca tuvieron que existir… Para condenar, cómo no, los fusilamientos que siguieron una vez acabada la Guerra Civil e iniciada la dictadura franquista de plano. A la derecha no le gusta la memoria histórica, y hace mal. El pasado alimenta el presente en cuanto le da natural continuidad, llámese relato.
Y resulta que esa memoria histórica vislumbra extremos que nunca tuvieron que suceder: exilio, asesinados arrojados en las cunetas, bombardeos sobre las ciudades, quema de templos religiosos, odio, sectarismo, hambre, venganzas carcomidas de rencor… Basta, por ejemplo, con repasar las fotografías de los exiliados republicanos en el 39 camino de Francia: con sus escasas pertenencias, pasando un frío inmenso, dejando sus hogares atrás, dando tumbos, errantes en la pura incertidumbre, con miedo al futuro inminente, sin saber si podrán regresar… ¿Cómo no voy a querer a la Constitución?











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