El transfuguismo es corrupción electoral. Te das de baja del partido por el que fuiste elegido en las urnas, retienes el acta y te marchas a militar a otra formación (preexistente o nueva). Esta es la secuencia. No es que tengas un problema de conciencia con respecto al obrar sobrevenido o una decisión de tu grupo institucional y te apartas en la soledad. No te quedas, por tanto, en medio del río sino que lo cruzas de una orilla a la otra.Este tipo de corrupción que apela al decoro y la ética no está castigada jurídicamente (no hay reproche penal) mas sí lo está socialmente; a fin de cuentas, no todo reside en el Código Penal ni debe estarlo para que la sociedad constituida democráticamente en un Estado de Derecho opere con eficacia. Es verdad, por otro lado, que esa vacuidad por la que se ha rebajado la crítica al transfuguismo (donde ya vale todo) es pareja a la degradación de un tiempo a esta parte de la credibilidad democrática. Alarma: una cosa y la otra van de la mano. Dicho de otra manera, no se puede aferrarse al trasfuguismo y, a la par, invocar las bonanzas de la democracia y la necesidad de cuidarla; porque, no lo olvidemos, las democracias son frágiles, hay que atenderlas.
Bien mirado, el transfuguismo tiene múltiples dimensiones. La más impactante de plano: la traición a los que te arroparon en la plancha, a la militancia que fue pidiendo el voto por ti (seas cabeza de cartel o integrante de la candidatura) puerta a puerta y ensobrando las papeletas en la sede hasta las tantas de la noche, a la ciudadanía que depositó su confianza al ir al colegio electoral a depositar su preferencia… Todos estos extremos son graves ‘per se’. Más hay otras cuestiones, soterradas, que atesoran igual o mayor importancia. Vayamos a ello.
El tránsfuga, tal como he descrito al inicio, concentra soberbia: el desprecio a los que le apoyaron, el desprecio a los que le votaron… No hay humildad democrática. El tránsfuga tiene una vida vacía pues no alberga principios ni ideología sino que va de un lado a otro dando tumbos, sin ton ni son, sin más capricho que la dictada por la necesidad de la vanidad o económica para mantener un estilo de vida. Vamos, el oportunismo. El tránsfuga tiene mucho de pose, de intentar aparentar lo que realmente no eres; lo cual, por otra parte, debe ser agotador vivir todo el tiempo fingiendo quien no eres. Aquella máxima de que en el pecado va la penitencia, se constata otra vez.
Es más, el tránsfuga lo es día a día mientras dura el mandato y, por ende, tiene margen para el arrepentimiento. Esto es: renunciar al acta y pedir disculpas a la ciudadanía públicamente. Pero no lo hace. Por el contrario, el tránsfuga persiste en la senda antidemocrática y diabólica del ego engolado de la fatuidad en la que supedita al resto a sus pacatas intenciones (materiales, económicas, escasa autoestima…). El transfuguismo supone, por consiguiente, vivir sin limpieza interna, siendo quien no eres en un tránsito anodino y parasitario donde estás hipotecado a tu pobreza espiritual. Insisto, el tránsfuga puede hoy mismo tener la dignidad de revocar lo hecho y pedir perdón; pero no lo hace. Con todo, transfuguismo y democracia no casan bien. Lo primero merma lo segundo. Y jalea el populismo y el afán destructor de la extrema derecha a la vez que ningunea el esfuerzo intergeneracional previo de los que lo dieron todo (incluso, en ocasiones, su vida) para que en el presente gocemos de una democracia. Ojalá, por el interés general, no perdamos la perspectiva democrática.