Primera Plana

El Blog de Rafael Álvarez Gil

La dignidad

Foto 18

Justo hace una semana La 2 repuso en su parrilla televisiva la película ‘¡Ay, Carmela!’ (1990) de Carlos Saura. El largometraje es una tragicomedia sobre un grupo de artistas que, sin querer, una madrugada pasan por error del bando republicano al franquista. De hecho, y es lo mejor de la cinta, el comienzo está situado en 1938 en el frente de Aragón; cuando la batalla del Ebro es el último intento (al principio de la operación, ciertamente exitosa) por ganar tiempo y demorar el avance de los llamados nacionales. Juan Negrín juega a intentar empatar la Guerra Civil con la Segunda Guerra Mundial que ya se veía en el horizonte más inmediato. Es más, a Negrín solo le faltó unos meses para lograr su propósito, y así las democracias europeas tuvieran que implicarse en auxiliar a la Segunda República.

Con todo, Saura retrata las penas y desventuras de los derrotados, aunque todavía no lo sean, y, por tanto, ‘a sensu contrario’ rescata el valor de la dignidad mas incluso cuando implica perder la vida. No sigo más porque desvelo el desenlace de la película; solo apunto que para entonces, Carmen Maura (que hace de Carmela) tiene delante a un grupo de brigadistas internacionales que serán pronto fusilados.

Esa Carmela, como le sucede al que visiona la obra, es interpelada de alguna forma por los brigadistas internacionales que han dado lo mejor de sí mismos a cambio de nada, aun pudiendo perderlo todo, como será su caso. Al margen del romanticismo e idealismo que ha acompañado a la imagen de los brigadistas internacionales, la verdad es que entonces como ahora hay personas cuyo compromiso ideológico es muy superior a la media y se entregan a un partido, unas ideas y una causa con sus mejores esfuerzos.

Estos, más en el presente en el que el neofascismo amenaza (¡otra vez!) a la democracia, constituyen un ejemplo en contraste con aquellos que pululan en las instituciones solo para asegurarse una nómina e ir casando puestos en listas, o los que también dentro de los debates y guerras internas en los partidos (máxime, cuando son diezmados por la escisión y la traición) no se pronuncian para nada y se ciñen a verlas venir para decantarse en el último segundo, y así no arriesgarse a no ir en la próxima plancha. Desde luego, estos últimos suponen un desaliento profundo para el resto de los cuadros y la militancia de las siglas que se tercien. Y resulta pertinente cuestionarse: ¿hasta qué punto ese modo de estar en política que ha pervivido en las últimas décadas al calor de la estabilidad y la bonanza, podrá seguir en primera línea? Demasiados nubarrones se otean para tibiezas impostadas y profesionales del cuento.