El problema de la vivienda es severo e irá a más. Aunque conlleva una connotación estructural, hoy por hoy, de mayor alcance: la herencia determina (y determinará) cada vez con mayor dureza acerada la posición de clase. Es decir, ya no es el salario (en el marco del conflicto entre rentas del capital y rentas del trabajo) el que fija la clase social sino, por el contrario, el ostentar o no propiedades, el heredar o no activos inmobiliarios. Es una de las lógicas del capitalismo financiero que ha sustituido al capitalismo industrial. Mas con un añadido cruento: la Gran Recesión de 2008 ha puesto sobre el tapete que la transversalidad de la vivienda como elemento de cohesión social, entre clase sociales, entre progenitores e hijos, se ha finiquitado.
Al no tener los salarios los posibles de antaño, esencia del ascensor social, premio al mérito, y antojándose el acceso a la vivienda como una cuestión ardua, cada vez más pues esta dinámica se retroalimenta con el tiempo, las clases sociales se enquistan en los activos inmobiliarios. La economía rentista es, por su naturaleza intrínseca, francamente desigual.
José Luis Arrese, ministro de la dictadura franquista, dijo: “Queremos un país de propietarios y no de proletarios”. Ahí nació esa transversalidad, con aroma aspiracional del tardofranquismo, que pervivió hasta la Gran Recesión de 2008. Esa operatividad social impera durante todo el esplendor del bipartidismo dinástico y sistémico. De hecho, las clases medias son (a la vez) impulso y freno sociopolítico a la Transición. No hay democracia asentada constitucionalmente en un Estado de Derecho sin clases medias. El constitucionalismo social de posguerra (emergido, al fin, tras la Segunda Guerra Mundial) gira precisamente en torno a las clases medias como actor político implícito que asegura el carácter centrípeto del sistema.
Por tanto, el decaimiento de las ofertas electorales clásicas, en España y Europa, de socialdemócratas, socialistas y laboristas, por un lado, y democratacristianos, conservadores y liberales, por el otro, es parejo a la crisis financiera, sus consecuencias y el ‘austericidio’ tras 2008. La estabilidad es lo contrario a la revolución. La estabilidad es lo opuesto al zarandeo disruptivo que emerge en medio del trance político. Y su receta principal es contar (materialmente) con clases medias. Estas pivotaron, esencialmente, en España con la vivienda. Mas una vivienda que iba ligada al salario (capitalismo industrial) y no a la herencia de activos inmobiliarios a preservar en un mercado tenso e inalcanzable (capitalismo financiero). La propiedad (o no) de la vivienda está en el núcleo actual de la desigualdad.