No dejes que el trabajo venza a tu vida. Hemos venido a la vida para vencernos a nosotros mismos en señal de respeto a Dios y su voluntad espiritual coral en la que fraternalmente nos salvemos mutuamente. Quien se pierde en los derroteros del trabajo, el del trabajo que supera la faena instrumental para ganarse el pan y con ánimo redentor en el esfuerzo, se torna en presa de los diablos que carcomen el alma. Y entonces la senda del mal se impone, invadiéndonos poco a poco, para someternos en una espiral de degradación propia y hacia los allegados y personas que amamos.
Quien se pierde por el trabajo, lo hace consigo mismo y, por ende, ante los demás. La dignificación diaria del obrar que busca la armonía espiritual de la persona con la tierra y la mejora de los demás, es la santificación bendita a la que todos nos debemos. Pero ya está. El resto es abonarse a la ociosidad que merma el alma, la enclaustra en las apetencias ilimitadas de la sociedad del consumo y envalentona la soberbia del pecado.
Es más, la prostitución es un estado avanzado del sometimiento del uno al otro, del diablo hacia la bondad inocente tocada por Dios, en la que irrumpe la soberbia que enaltece al dinero. Soberbia a raudales en la que el hombre impone a la mujer el intento forzado de alejarla de la luz de la verdad, de la dignidad humana y de la conexión sobrenatural. Quien es putero, sirve al diablo. Quien es putero, ejerce la maldad. Quien es putero, atenta contra la voluntad de Dios. Quien es putero, ensalza la soberbia y se hunde a sí mismo pues su vida no es vida en sí y rinde su podredumbre al dinero.
Ella se acuesta contigo porque pones dinero sobre la mesa. La denigras. Y en el puterío sibilino de unos minutos de esclavitud (paralegal o legalizada) para derroche del ego del putero, la maldad asoma para no solo perpetrar el daño a la mujer sino también para alejar al hombre del reino de Dios. El putero lleva una vida opaca, repleta de dobleces. El putero se distancia de la verdad como los demonios lo hacen de la luz. El sol alumbra la verdad, la vida que vence a la muerte. Y eso implica un proceso de santificación que custodie la igualdad del prójimo. El que no mira al prójimo por igual, el que fornica dinero mediante, el que se derrocha en el oscurantismo de la pornografía, del vicio, personifica la soberbia del diablo que intenta invalidar la obra de Dios. Y, por tanto, está perdido. Consuma el daño en la alcoba o en el sillón del conductor del coche lastimando a la mujer y a Dios. Se anula a sí mismo. Distorsiona la voluntad espiritual. Se degrada para operar al capricho de los diablos y su maldad. Se distancia de la grandeza de la vida.